Se encontraba entonces en una etapa de transición. Esos momentos claves, dolorosos e importantes que son puntos de inflexión en nuestras vidas. Momentos en lo que pasamos de una etapa a otra, momentos en los que la rutina adquiere mayor dinamismo del habitual.
Así estaba ella.
Se había dado cuenta de unas cuantas cosas, había madurado otras. Comenzaba de nuevo, subiendo, ascendiendo por un camino que llegaba a una meta que se había propuesto hace no mucho tiempo.
La clave estaba en la constancia, lo sabía. Aún así cada mañana parecía infinita la lucha y lejana la victoria.
Pero entonces, cuando menos se lo esperaba, cuando cerraba por fin un capítulo que llevaba tiempo haciéndole sufrir, cuando comenzaba a olvidarse de algunos amores poco brillantes.
Entonces, apareció él.
Sonriente, sencillo, valiente, algo mayor, trabajador, algo tímido. Tranquilo. Con unos ojos azules que parecían cristalinos, como el agua de mar cercana a la costa un día soleado y sin viento de verano.
Él trajo la paz. Como un mensajero venido de lejos, como un poeta fuera de su tierra, como un amante que espera pacientemente impaciente que llegue el momento del encuentro con su amor.
Allí estaba él. Con su porte alto y su cabello claro. Con su uniforme y su elegancia. Una sonrisa y unas palabras. No más. En él, eso basta.
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