bartolo

La primera noche que oí aquellos gritos agudos e infantiles no distinguí si se trataba de un pequeño muchacho o si, por el contrario, era una mujercilla la dueña de aquel revoltoso animal. Únicamente pude apreciar la paciencia y constancia con la que llamaba a su perro.
Los gritos constantes me levantaron de la cama, y me llevaron hasta la ventana, se trataba de una de las primeras noches del verano, las temperaturas habían subido mucho, e inesperadamente, en poco tiempo dando lugar a noches calurosas en las que conciliar el sueño se hacía más difícil de los habitual. Aquella noche la presencia de Bartolo calmaba la tensión acumulada tras varias vueltas en la cama y miradas incesantes al reloj en el que pasaban las horas sin que el sueño se dignase a hacer acto de presencia.
Me dirigí a la ventana, cogí un cigarro y el mechero y me senté. Mientras lo encendía buscaba aquella silueta infantil a la que oía desde hacía un rato gritan incansablemente. Al fin la encontré, los cabellos largos y rubios y la forma de andar característica de una mujer, además de el pequeño bolso infantil que llevaba sobre una mano me confirmó en la hipótesis de que se trataba de una dueña y no de un dueño la que cuidaba a Bartolo en las calurosas noches madrileñas, sacándolo a pasear a altas horas.
Mientras la ciudad dormía ellos disfrutaban de un agradable paseo, que tenía como único testigo a la luna, y desde entonces, a mi también, pero eso, aquella dueña de corta edad no lo sabía.
Desde aquella noche de luna Bartolo y su pequeña rubia fueron mi consuelo y mi rutina en noches de insomnio, ellos eran los que me acompañaban sin saberlo a recorrer los últimos pasos en busca del sueño, a realizar la transición entre el día y la noche, en la que todo parece callarse para mostrar su verdadera cara, para mostrar el interior siempre callado y confuso.
Cada noche, durante las dos semanas que duró aquella extraordinaria situación, yo esperaba paciente la salida de mis vecinos para conciliar el sueño. Tras este episodio volvía tranquila a la cama, sabiendo que las horas de sueño habían comenzado entonces.
Ni un día faltaron a la cita, ni un día dejé de oír aquellos gritos infantiles que llamaban a Bartolo, y este perro fiel acudía sin fallo ni retraso a la cita de su ama, que impaciente y responsable sacaba cada noche a pasear a bartolo.
Una noche, cuando la rutina de aquel paseo se había apoderado de mi, entonces no oí aquellos gritos, impaciente por el retraso, aunque si mirar el reloj sabía que el tiempo de la salida había pasado ya, y en la calle no parecían oírse los jóvenes gritos, entonces, me asomé preocupada a la ventana con el fin de encontrar alguna señal que me delatara la ausencia de aquellos compañeros de la noche, que había conocido sin ellos saberlo, entonces salí en busca de una señal que me explicase el porque de aquel cambio a una rutina tan arraigada ya en las noches calurosas de aquel mes de junio. y en la calle encontré la respuesta.

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