Las revoluciones traen cambios. Los cambios alteran las emociones. Las emociones dan peso. El peso es la vida. Y la vida es esto.
Son
las mañanas en que me levanto pensando si será hoy el día afortunado. En que cogerás el teléfono para descubrir que hay detrás de la fachada de esa persona que conociste en un momento de duelo. Y que pueda yo descubrir el universo que se esconde detrás de una sonrisa alegre y unos ojos rasgados y pequeños.
Son
las comidas en el césped de la facultad de al lado. En la que conocemos, por escrito, a desconocidos y osamos confundirnos en momentos tan triviales. En la que nos reímos de nuestras penas y nos alegramos de las alegrías. Y cogemos fuerzas para hacer frente al resto del día.
Son
esas tardes de eternas clases. Durante las cuales se nos ocurren mil historias que contarnos. Siempre más interesantes que la lejana y monótona voz femenina que nos descubre todo un mundo apasionante sobre cómo somos y porque somos así y no de otra manera. El porque nos parecemos. Y las razones de estar sano o enfermo.
Son esas
cenas eternas que se alargan en la sala de enfrente. La sala del humo y de las cartas, de las risas y las historias amorosas que nunca empiezan ni terminan, que siempre pasan o perduran.
Son esos
entrenamientos intensos y cansados. En los que todo se pasa y la mente no fija más objetivos que los que nos propone ese chico moreno y tan cercano. Siempre motivando. Exigiendo. Alegrando la vida de quien tiene al lado.
Y es, también, ese
final del día con una hermana, con la que se comparten los hechos y sentimientos más pequeños, y no tanto. A veces, sin necesidad de palabras. Porque sobra la confianza. Es enorme el cariño. Y total el conocimiento mutuo.
Es ese
irse a la cama. Examinando un día completo. Vivido de forma intensa.
Porque la vida es esto. Y esto es peso. Y el peso supone emociones. Y las emociones se deben a cambios. Y los cambios los traen las revoluciones.
¡Viva la revolución! ¡Y la vida!